Fué un día de subidas y bajadas, siguiendo en la mayor parte del sendero el camino del arroyito, hasta que siguió bajando y lo perdimos de vista. Impresionante la vista del glaciar Viedma a la derecha nuestro, y de las lagunitas abajo. En algún momento me acordé que hoy era el cumple de A., y bué, me quedaba un poco lejos para pasar a saludarla, pero por lo menos me acordé.
Unas horas más tarde, de la nada entre las rocas, salió un río, el Paula. Ya no me daban más las piernas de la caminata y me flaqueó el pié cuando tomé impulso para saltarlo. Casi casi aterrizo mal, C. me atajó del otro lado. Noté que el nivel de azúcar en sangre me había bajado (leasé me habían empezado a temblequear las patas) así que me atiborré de caramelo, chocolate, palito bombón helado. Bueno, no, esto último no. Pero sí me reaprovisioné bien. Con el tema del paisaje y el esfuerzo de la caminata no había comido nada desde el desayuno y me había olvidado de meterme algún caramelo en el bolsillo. Así que solucionado el problema del azúcar en sangre, pude seguir la caminata más estable. Paramos un rato en un lugar desde donde se veía la extensión del Viedma, hasta que se perdía en la desembocadura. Un arcoiris colgaba de las nubes, una especie de arcoiris-nube, hermoso.
Siguió levantándose viento y, mientras ibamos subiendo al Paso Huemul, arreció y nos empezó a precipitar. Me gusta la expresión 'precipitar'. Es simpática y mientras el vendaval con agua fría me partía la cara y las manos yo puteaba y pensaba en qué simpático que era el término. Después ya no pensaba en nada más que poner un pié después del otro y seguir subiendo atrás de los demás y mover las manos porque se me estaban partiendo los dedos y la lluvia y el viento, sucundún sucundún.
Fué pasar del otro lado y ya estaba más protegido del viento. La lluvia quedó del otro lado del Paso, por lo menos por un rato. Así que empezamos a bajar entre un bosquecito de lengas achaparradas, con el Viedma por delante. La ladera por la que bajaba el senderito estaba prendida fuego. El tono de las hojas variaba desde el verde, pasando por un amarillo anaranjado hasta el rojo. Caminar por arriba de eso (los árboles no pasaban de la cintura) era una sensación rara que casi me hizo olvidar que estaba toda empapada y con bastante frío. Maravilloso, creo que salió el sol por un momento, o por ahí era la luz de las lengas. Llegamos a la base del bosquecito de lengas y nos pusimos a preparar algo caliente. Bah, aramos dijo el mosquito, me tuve que poner a saltar porque me estaba agarrando cada vez más frío, N. hizo un comentario sobre 'hipotermia' y me dió la impresión de que quizás, quizás, algo de eso estaba en ciernes porque el termostato no me estaba funcionando como debiera. Así que, después de dar unas cuantas patadas al aire, me senté a tomar una sopita, y otra... y creo que otra más también. Atacamos algo de salamín y queso, y lo que quedaba de la palta. Y ya el mundo tuvo otro colorcito. Color cerealitas, ¡ñam!. Inclusive cuando se puso a neviscar, ya la cosa pintaba mejor.
Cuando paró de neviscar nos fuimos hasta una condorera que hay cerquita. Soplaba bastante viento, así que yo estaba medio helada todavía, pero bueno, última parte de la filmación. Al principio la condorera (una pared de piedra donde los bichejos van a posarse) estaba vacía. Al rato nos sobrevoló uno, que impresionante. Ver algo tan grande y tan vivo, tan cerca. Giró y bajó hasta atrás de una saliente que nos lo tapaba. A los minutos llegó otro. Y después otro, este sí lo veía bien desde donde yo estaba. Alas negras, sanas. No sé porque siempre tenía el recuerdo de los cóndores en el zoológico, pobres bichitos grises. Éste se dedicó a acicalarse. Las alas me daban la idea del inmenso abanico de una dama. Después también sobrevolaron algunos halconcitos. F. dice que a veces se ponen a pelearse con los cóndores, y que vió algunos sacando de ruta de vuelo a un cóndor porque se había metido en su terreno.
Todavía nos quedaba 'la bajada'. De acuerdo a algunos, lo que uno tiene que hacer si quiere joderse las rodillas es bajar el Paso Huemul con 20 kg a la espalda... Yo eso no cargaba, pero que todavía se me están recuperando las rodillas, seguro. Bueno, parecido a encintar arbolitos allá en lo de H., pero yendo hacia abajo en vez de hacia el costado. Todo un ejercicio en fijarme adonde ponía las patas. Me lo tomé con calma y bajé despacito, ni las piernas ni el coraje me daban para hacerme la cabra montesa. Un bosque muy lindo y una vista espectacular. Un rato después, ya mirando el paso y la bajada desde el lago, no podía entender por dónde habíamos bajado. Empinadín. Había una sección con una cuerda fija, C. me esperó para agarrarme los bastones y ver que no me cayera (o mirarme mientras caía, no había otra cosa para hacer que no caerse, digamos). Después siguió un rato más de bajadita hasta el lago. Ya ahí el cielo estaba limpiando y casi prometía un poco de sol. Pero el cerro (ah, sí, el Huemul mismito, que ahora veíamos del otro lado) nos cubría la luz del sol a esa altura del día (y supongo que a esta altura otoñal del eje de inclinación terrestre, también).
Armamos el campamento cerca de la playa (no había nada de viento) y nos dedicamos a preparar unos mates y la cena. C. le tiró al arroz todo lo que nos había quedado, quedó riquísimo. Me abrigué y saqué la bolsa de dormir afuera y me quedé un rato con los demás mirando las estrellas. Nos arrepentimos de vuelta, nuevamente, otra vez, por no haber traido algún etílico. El cielo estaba impactante. La Vía Láctea de lado a lado, las nebulosas. Se veía todo. Hasta algún plato volador ¿o sería un satélite?. Me agarró frío, así que me fuí a la carpa. C. y F. se quedaron vivaqueando afuera y decían que la salida de la luna sobre el lago fué espectacular.
No hay comentarios:
Publicar un comentario