lo escrito

jueves, 19 de febrero de 2015

cumbre o mate: travesía al r.r.d.

Quien siga las líneas que aparecen por este rinconcito de la Internet de tanto en tanto, sabrá que ya hice varios intentos a ese elusivo destino chaltenense: el Refugio Rio Diablo, sito en la punta Norte del Lago del Desierto. El honor de la casa queda masomenos resguardado por el hecho de que la que suscribe no es la única que se perdió en el camino. Varias veces.

    Así que con el fin de semana largo de Carnaval en vista, y no tentándome demasiado la cuestión de la Fiesta del Lago de Calafate, decidí rumbear para el Norte y darle una paseada a la zona… a ver si en esta oportunidad los caminos se abrían. En la semana previa me empezaron a temblequear las patas pensando en una travesía en solitario y busqué co-expedicionarios: Andre se prendió enseguida y creo que, sin su empujón, me hubiera pasado el finde en casa haciendo fiaca. Lo que me hubiera perdido. Mario estaba que sí, que no, que tiro una moneda, que Calle 13 y que Catupecu Machu. Así que la noche anterior a la partida decidió que saldría el domingo (nosotras salíamos sí o sí el sábado, yo tengo mis limitaciones para la caminata y Andre tenía que estar trabajando el martes de nuevo)…       Por supuesto que Andre y yo ni pensamos que, después del pogo del sábado y con un mapa ad-hoc que le había hecho el amigo O., este muchacho iba a aparecerse en el refugio. No way, José. Little did they know…

    Ese cambio de último momento nos generó algunas corridas el sábado, ya que Andre no recibió mi mensaje a tiempo pero, entre una recorrida a todas las agencias abiertas, con la colaboración de Leo-en-bicicleta, y la inestimable ayuda de Los salteños que me aguantaron la mochila mientras corría a lo de Andre a buscarla, pudimos empezar la fase uno a eso de las ocho y algo de la matina.
    Pero para Lago del Desierto no pasaba ni una cachaña trasnochada… ¿se habría ido todo el mundo tras las luces del vaudeville y las mareas humanas en Calafate? Don´t panic, valiente hitchhiker: nos levantó un muchacho que trabajaba en Los Huemules y nos alcanzó el primer tirón; y de ahí justo pasó Ricardo, del Albergue Patagonia, que iba con la excursión de las bicis y nos llevó hasta el lago. En el camino íbamos hablando de los visones y su científico rock-star, del avistaje de huemules y la remera que se iba a hacer Andre (“Los huemules me ven pasar”), de D. que se iba a hacer kayak (él decía) para (nosotras suponíamos) lanzar su campaña a la intendencia desde el centro de Laguna Cóndor (si el centro no era demasiado profundo).
    Llegamos, pero la Huemul ya había zarpado… le dijimos chau desde el muelle y nos fuimos a ver si la embarcación de las 12 podría cargarnos hasta el otro lado del Lago. Finalmente sí, podía, así que habremos llegado a Punta Norte antes de las 13, lo suficiente como para pronosticar un buen avance por el valle… y, quién sabe, quizás llegar al Refugio el mismo día. Nos registramos en Gendarmería (Andre hizo ilusionar a un joven gendarme con rumores de una gendarme femenina que estaría por ser destinada al destacamento… no le conocía esa veta de maldad).  
    Y salimos.
    Y le pifiamos a la salida y corregimos el rumbo. No era la idea ir a Villa O´Higgins.

    La vista desde el morro que va para la estancia de Sepúlveda es espectacular. Y yo empecé a recordar lo de mi problema en las subidas. A apechugar a velocidad caracol y esperar que la compañera no enloqueciera por mi lentitud. La estancia es hermosa, y nos encontramos lo que ya nos había dicho la gente de la navegación, con Silvia y Raúl reacondicionándola. Pasamos a saludar a Juan y decidimos parar a almorzar cerca, entre los frutales de la chacra. Andrea fue sorprendida no gratamente por los sanguches de la vianda de Mario, que don Leo había regresado a la mochila luego de que ella los sacara esa mañana… ¡éso no se hace, Leo! ¡seicientos gramos son una tonelada de subida! Hablamos un rato con Raúl, que se acercó y nos contó los planes que tenían. Un laburo importante entre las manos. Hicimos un almuerzo tranquilo, al solcito que asomaba de a ratos. Y seguimos camino.
    La primer parte tranquila, el suelo estaba bastante seco y no tuvimos que lidiar con los arroyitos de la salida ni el mallín. Pero al rato de caminar nos empezamos a meter en unos renovales, siguiendo el río y al final se hizo imposible. Decidimos (gran error) vadear el río para evitar las ramas y a uno de las grandes amenazas blancas de la excursión: la cuncuna (conocida como gata peluda en otras latitudes), a la que se le da por eclosionar cada cuatro años, y éste, justamente éste, estaba en su mejor momento.
    Volvimos a vadear para retomar la margen derecha… y seguimos entre renovales, poniéndole el cuerpo al ramaje para atravesarlo. Yo no recordaba demasiado eso, sí me acordaba de una parte con renovales pero, luego de una consulta al mapa, llegué a la conclusión de que estaríamos pasando un morro. Andre estaba en lo correcto, sospechando que estábamos remontando un afluente del Diablo (también glaciario), pero no podíamos acordarnos de haber visto una confluencia cuando vadeamos. Así que decidimos darle para adelante. Y siguió el ramaje. En subidas cada vez más cerradas, con arroyitos cristalinos… un lugar bastante parecido (pero menos abierto) que por el que me mandé la última vez.

    A eso de las ocho, y ya cansadas de subir y agobiadas por el bosque cerrado, decidimos parar y acampar en un lugar plano y más abierto. El viento se sentía de a ratos bastante fuerte, pasando por arriba de los árboles. Fui a buscar agua y Andre se puso a preparar la cena (nos tocaban unos riquísimos fideos automágicos con salsa de tomate). Ya los espíritus estaban más reparados y, mientras yo acomodaba mis cosas, Dora la exploradora se subió al Árbol Solitario y oteó el horizonte. Regresó con su sospecha confirmada de que estábamos muy lejos de nuestro río.
un poquitín perdidas...
    Así que nos fuimos a dormir, noche tranquila con los ruidos del bosque de compañía. A la mañana nos acompañó en el desayuno y desarmado del campamento  un trío de carpinteros que supusimos gays (según Andre eran los papás y el hijo adoptivo), ya que no se veía ninguna hembra a la redonda. Nos fuimos con el mapa para el mirador del Árbol Solitario y constatamos entre las dos las sospechas de la tarde anterior. Aquí tengo que anotar esto: debo aprender a triangular posiciones sobre el mapa con la brújula. V. me preguntó mientras revisábamos los mapas de la zona con el amigo O. y el Google Earth, y ya estábamos muy sobre el momento para ponerme a aprender algo nuevo. Pero eso nos hubiera dado la respuesta precisa de dónde estábamos ya en ése momento.

    Quizás hubiera sido posible seguir avanzando y cruzar por donde estábamos, pero preferimos ir a lo seguro y desandar camino. Si estábamos en lo correcto, teníamos que encontrar la confluencia y seguir al verdadero rio Diablo cerca del punto donde habíamos vadeado originalmente. En la bajada hasta el río nos mantuvimos lo más cerca del morro que pudimos, y con eso agilizamos la bajada, ya que el bosque era más joven, pero no al punto cerrado del día anterior. Y aquí el segundo “desastre” de la expedición: bajando por el bosque, siendo un ardor increíble en el dedo. Inmediatamente pienso: “cuncuna”. Me la estaba tratando de soltar cuando me di cuenta de que no era una cuncuna y que tenía otra abeja revoloteándome arriba de la cabeza y en picada directo y ya picando, más ardor en la cabeza... Andre me gritó que saliera de ahí, que estaban en el tronco. Al valiente grito de “Sacámela, sacámela”, me tiré para el lado de Andrea y, mientras yo me sacaba el puto aguijón de la mano, ella rastreaba el que tenía en la cabeza y trataba de matar a una tercera abeja que yo tenía metida en el pelo sin que la picara. Después, mientras yo me recuperaba del ataque y rogaba que esta genética mía no resultara ser alérgica también a las abejas (pregunta que nunca, hasta ahora, pude responder), ella fue a buscar mis bastones, que yo había tirado cuando salí corriendo. Una grosa, mi amiga. Nos alejamos un poco más, me temblaban las patas. Esperamos unos minutos, a ver si empezaba el shock anafiláctico. Por suerte, más que el tremendo ardor en el cuero cabelludo (era como tenerlo a Cali tirándome del pelo para arriba, para mostrarme como pararme derecha en Tai Chi), la cuestión no pasó a mayores. Resulta que no soy alérgica a la picadura de las abejas. ¡Vamo´ ahí! ¡Una buena!
    Y llegamos de nuevo al río. Para evitar el renoval y, como había un solcito incipiente, nos pusimos el calzado de vadeo y le encaramos por donde pudimos. Por suerte venía bajito y no hubo mucho apurón.

    Toda nuestra teoría recaía necesariamente en que en algún punto habíamos sido lo suficientemente imbéciles para confundir la confluencia del afluente con una curva del Diablo. Y sí, finalmente llegamos al punto en cuestión y nos encontramos con nuestra teoría confirmada. Todavía no entiendo qué me pasó. ¡Cómo no lo ví! Moraleja y recomendación: siempre mantenerse de la margen derecha del rio… no es necesario vadearlo nunca.
    Retomando el sendero, ya fue cuestión de darle para adelante por terreno conocido. Y pronto empezaron a aparecer las marcas: las chapas, las piedras pintadas… de rojo… la damajuana y la cascada preciosa. Y la entrada al senderito de los meandros, el lugar en el que me quedé las dos últimas veces por lo mismo que nos había pasado ahora: remontar un afluente. Curiosamente, la forma de las curvas es similar.
    Las subidas se hacían sentir, modo caracol a full. Eran interminables, y todas venían con su respectiva bajada. Nos cruzamos los pozones de agua cristalina, y las bellísimas cascadas que desde hace tantos años ansiaba ver. Musgo sobre las piedras, el sendero, los arroyos. De a poco, el horizonte se fue abriendo y en algún momento salimos a un valle abierto y en altura: al rato podíamos ver el valle del rio Diablo hasta la punta Norte del Lago del Desierto. Teníamos al Vespignani de espaldas, y al Demetrio a la derecha. Hacia la izquierda, un morro que tapaba al Milanesio, y hacia adelante, la bajada del morro de la derecha, viniendo del Demetrio. Allí, al final, esperábamos ver las lagunitas, la alargada y la redonda, entre las que estaba el Refugio.

ya estamos cerca...
    Y al rato aparecieron ellas. La zona que atravesábamos era mallinosa, pero estaba lo
suficientemente seca como para ser transitable, o nos subíamos al bosquecito de la izquierda para no mojarnos las patas. Dentro del bosque, de a ratos se distinguía el sendero. Sobre un sector, casi al final del mallín, vimos unos líquenes con hojas del tamaño de una lechuga pequeña. Y unas plantas estilo camalote, de flor amarillo-blancuzca y hojas lanceoladas. Mientras caminaba ví, fugaz, una planta que nunca había visto, con pequeñas flores hermosas. No había otras a su alrededor, y se me ocurrió que bien podría ser la última de su especie. ¿Cómo sería ser el último individuo, el final de la cadena?
    Las chauras estaban rojas, brillante rubí cuando les daba la luz del sol sobre el marco verde del pasto contundente.
    Bordeamos algunas lagunitas y encontramos un morro. Subí a explorar y grité de alegría cuando vi el refugio, no en el morro al que me había subido, sino en el del frente. “¡Es enorme!”, le grité a Andre. Subió a mirar y nos abrazamos, felices. Estábamos ahí.

    Discutimos sobre si avanzar por la derecha o la izquierda de la lagunita para subir al morro del refugio, aunque el camino de la derecha parecía más corto, decidimos ir a lo seguro y encararlo por donde todos, o sea la izquierda. Nos encontramos con las chapas, una mata de ruibarbo y la subidita del faldeo final. El amigo O. me había dicho que era “como la subida al barrio de arriba”, pero no encontramos la escalera, así que le dimos por el sendero nomás.
    Y allí estaba: El Refugio Rio Diablo, R.R.D. para los amigos que lo buscan incansablemente. Aunque sí que estábamos cansadas. Decidimos no armar la carpa y echar a los inquilinos ratoniles por esa noche. Por suerte solamente vimos uno o dos. Tomamos un poco de sol afuera y admiramos la vista al valle, a la laguna abajo, al frente donde suponíamos que debía estar el mirador al glaciar Chico, pasando el hito.

    Preparamos una picada y calentamos agua para los mates de la llegada, los mates del encuentro triunfal del refugio. Cómo los venía palpitando a esos mates, desde hace unos cuantos años…
Y… en ése momento… un movimiento a la izquierda, pasando la puerta… que primero mis sinapsis no lograron procesar… un humano… caminata conocida… y la neurona hizo contacto: ¡era Mario, llegando al refugio post-recital de Calle 13! Debo reconocer que mis gritos de bienvenida no son para ser reproducidos en este medio, y que la alegría de verlo llegar sano y salvo también estaba bastante mezclada con las ganas de asesinar a este novato insolente que se presentaba de una y encontraba el refugio… sin equipo adecuado, con una viandita más bien magra, ¡el vino que le habíamos encargado! y… mucho espíritu de aventura.
aventurero...
    Lo abrazamos un rato, y lo sentamos a qué comiera y nos contara cómo había sido su travesía, le contamos de la nuestra y, entre mate y mate, historias de por medio, recuperamos energía como para ir hasta el glaciar. Colgamos toda la comida para alejarla de los amigos rodens y llevamos las botellas para cargar agua en la lagunita. Unos veinte minutos de caminata y estábamos en un mirador desde donde se podía ver en su extensión el glaciar Chico, los cerros, algo del campo de hielo, el lago O´Higgins/San Martín y la península… los icebergs en el agua, el frente del glaciar. Sacamos fotos mientras pudimos y nos movimos a lo largo del frente del bosque donde estábamos, para tener diferentes vistas. Majestuoso. Me senté un ratito a mirar, no sé qué pensaba. Creo que no pensaba nada, excepto en sentir el paisaje. Hay lugares que no pueden pensarse demasiado, éste era uno de ellos. El glaciar, totalmente distinto del Viedma, o del Perito… Oscuro, quebrado. Cascadas y lagunas de ablación que podían verse al otro lado. La piedra del frente hablaba de un retroceso reciente, habrá que comparar fotos.


admirando el Glaciar Chico

vista al lago O'Higgins...

  Había otros senderos que llegaban más sobre el frente, pero se nos estaba acabando la luz y al día siguiente teníamos que salir temprano si queríamos tomar el barco de las 17. Le dijimos chau al paisaje y volvimos al refugio… nos pasamos de largo… retomamos y fuimos a buscar el agua. Mario había encontrado bosteo de puma… pero no vimos ninguno. Esta noche me tocaba cocinar a mí, una polenta con vegetales, y queso crema, con un touch de hondashi, ajo fresco picado, cebollita de verdeo y, según Andre, una exageración de morrón rojo (pero fuente de vitamina C). Era una polenta necesaria. Era la polenta más rica que comí en mi vida: debo decir que el aire de campamento sigue funcionando perfectamente como condimento. Mientras cocinaba, seguimos charlando y nos bajamos el vinito que trajo Mario ya que, no sin horror, descubrimos que el que había traído Andre estaba bastante horrendo.
    Se largó la lluvia antes de que nos fuéramos a dormir, mientras le dábamos al chocolate, los dátiles y hacíamos los últimos aprontes para pasar la noche. Por suerte ninguna gotera del lado para dormir, el refugio está en muy buen estado (excepto por una ventana rota). El viento azotaba afuera y volaba algún que otro tronco, pero adentro con una vela y el fueguito del calentador estábamos cómodos.

    A la noche se puso muy húmedo y tuve mucho frío, mi bolsa de dormir tenía la tela super fría, inclusive usando la bolsa de vivac afuera. Pude dormir un rato largo, gracias al cansancio que traía acumulado, pero una vez que me desperté estuve moviéndome continuamente y temblando para entrar en calor. Sin éxito. Me puse la campera de plumas y ahí resolví la situación arriba, pero tenía los pies congelados. Mario, muy caballerosamente, me acomodó su campera y con eso pude volver a
plena
dormir un rato más. Hasta que sonó la alarma y me levanté a preparar un desayuno fuerte para iniciar la marcha. Desayunamos tranquis, hicimos nuestras abluciones, admiramos el amanecer y esperamos al señor Sol, que nos calentó un poquito más el alma. Arriba, todo estaba espolvoreado de nieve recién caída.
Refugio Rio Diablo

    Y así, levantamos base y partimos de regreso. Fuimos bastante rápido, ya que la pendiente era principalmente en bajada, aunque a Mario se le complicó un poco la rodilla. A mí se me complicó una pasadita medio en picada sobre el río, pero Andre me ayudó y con las indicaciones de los co-expedicionarios, la fui remontando sin incidente.
    Todo es lindo, por allá. El silencio, el ruido del viento, el murmullo del río, el bramido de la cascada verde. La luz. El silencio.
    Las hojas de las lengas, los troncos, los ñires erectos, las flores y los frutos. La muerte en el sendero, pregunta inexplicable. Los pájaros, las nubes, las cimas y la nieve. La sensación en los pies después del vadeo. Frescura tierna.

vadeando la cascada verde
    Pasamos por la estancia a saludar a Silvia, que nos invitó unos mates, pero teníamos todavía la subida del morro de Gendarmería por delante y declinamos la invitación con todo el dolor del alma… prometimos unos mates al reencuentro en el botecito, ya que ellos también volvían al pueblo… el comienzo de clases nos hizo volver al mundo real. Cierto.
    Lo más complicado eran las bajadas, con la rodilla de Mario en la mano. Y yo en las subidas echando los bofes. Andre, una duquesa  de subida y de bajada. No problema. Pero finalmente llegamos, le avisamos al Jefe y a siestear al pastito verde de la orilla del lago y a calentar agua para los prometidos mates. Un poco de elongación… mis rodillas también estaban pidiendo cariño.
    El cruce con poco viento, linda temperatura, bastante despejado todo. Saludamos a la tripulación de la Tehuelche y rumbeamos para el pueblo, con Mario de piloto, quien suscribe de cebadora oficial de mates y Andre en la retaguardia siendo observada (desde el bosque) por todos los huemules. Se rumorea que el que se bajó desde Laguna de los Tres al Chorrillo esa tarde, lo hizo sólo para verla pasar.
    Quedamos en encontrarnos al día siguiente, con don Leo también, para una cena de cierre de travesía, pero los muchachos nos fallaron (intento omitir lecturas feministas pero, qué te voy a decir, no me sale… ¡me cacho!). El sushi estuvo rico (estilo hogareño), aunque el arroz se me pasó un poco. Nos regalamos unas cuantas delicias orientales, incluyendo una sopita miso de entrada, un wasabi termonuclear y salsa de soja y calafate (¡Patagonia fusión!) para acompañar, todo regadito con un par de cervezas bien respetables.

siesta en punta norte