Primero separó las piezas por color: recuerdos tristes de un lado, las esperanzas del otro. Un poco más allá las añoranzas, pero cerca de los recuerdos. Algunas líneas resultaban extrañamente similares. Se quedó con una pieza en la mano, indecisa. La pieza mostraba un recuerdo de cuando ella era pequeña: estaba armando un rompecabezas que le había regalado su padre. Una vez terminado, formaba la inmensa fotografía de una montaña de piedra, delineada contra un cielo azul-celeste de una gama casi infinita. Era un recuerdo feliz, intenso
Un reflejo feliz de esta pesadilla. Pero el ahora es, más que nunca, la montaña.
Trató de calmarse. ¿Dónde iría mejor la pieza? Pero no, ahora el cielo no era azul-celeste. Un sueño, entonces. Deseó volver a ser pequeña y correr hacia su madre, como hacía cada vez que ella volvía del trabajo, para encontrarse con sus brazos cálidos y reconfortantes. Como cuando estaba enferma y sus padres se turnaban para cuidarla en la cama. Ella lloraba y alguno de ellos la abrazaba hasta que se dormía.
Tantea afuera de la bolsa de dormir hasta encontrar la linterna y enciende la luz, hace mil años que el calentador se apagó y el frío la cubre en mareas. No debe quedarse dormida, se recuerda, y el miedo le ahoga el pecho.
Regresó su atención a la habitación, al hogar encendido, al rompecabezas. Tenía que terminar de armarlo. Las sensaciones de terror estaban en otra pilita, cuidadosamente separada de todas las demás. No quería tocar esas piezas. Amor en otro lado, una pila más alta, haciendo equilibrio en una de las esquinas de la mesa, casi a punto de desbarrancarse. Piezas tan frágiles que tenía miedo de que se deshicieran en sus manos mientras las acomodaba.
Cuando tocó una de las últimas piezas la asaltó un dolor agudo en la pierna y otro grupo de piezas cobró nitidez. Imágenes fugaces: risas y un descuido.
El dolor en la pierna le recuerda la fractura. Se había olvidado. No puede olvidarse, no debe quedarse dormida. No recuerda por qué.
En el rompecabezas faltan algunas piezas. Quizás en algún tiempo estuvieron allí y ya no están, o tal vez nunca estuvieron allí. En la esquina de abajo falta una sección. Le parecía que alguna vez le había dado unas piezas parecidas a alguien. Esa persona estaba allí, en la imagen que iba formando el rompecabezas, hacia el centro. Una pieza que bien podría ser una sonrisa, o una mano abierta que la reconforta y le da calor. La imagen cambia, a veces es su hermano, a veces una amiga y otras su chico, su amor. Sostiene la pieza en la mano, pero el calor es cosa del pasado. Siente mucho frío, a pesar de que el hogar está encendido. Por la ventana puede ver la nevada y escuchar al viento, rondando; un cazador buscando a su presa. Trata de abrir los ojos para escapar, para que no la encuentre. Pero es demasiado esfuerzo y las lágrimas forman cristales sobre sus párpados. Sigue juntando las piezas, combinándolas hasta que la imagen aparece clara:
Un accidente en el descenso, una soga que falla y una caída que duró hasta ahora. Una carpa, y afuera la tormenta y el hielo. Una noche de los mil demonios.
El rompecabezas no está terminado, pero su parte está casi completa. En los bordes hay piezas con más encastres, pero aquellas piezas ya no son suyas.
Abre los ojos durante un momento. La linterna se acaba de apagar. A través del techo de la carpa se ven las estrellas. Alza su mano hasta una de ellas, pero el calor no llega ni siquiera cuando la arranca del cielo y la aprieta contra su pecho.
Ya no importa. Y en ese momento -con una estrella en su mano y un rompecabezas armado sobre una mesa que no existe-, en su mente surge un pensamiento que no termina de comprender. Piensa en sus compañeros: “Me hubiera gustado llegar al campamento base”.
Se reclina en la silla, que cede, abrazándola, y mira al sol a la cara, sin cerrar los ojos. Toma entre sus manos la última pieza. Alguna vez se prometió que este sería su último recuerdo.
Trepando una duna con una amiga, en algún lugar remoto llamado Necochea. El viento las despeina, incrustando los granitos de arena en sus brazos. Hablan del momento, de vivirlo intensamente. Lleva las zapatillas en la mano. Hunde cada paso en la arena, sintiendo el calor, el esfuerzo de la subida, el aire entrando y saliendo de sus pulmones. Tiene que detenerse. Sintiendo cada pisada, la conciencia del momento la confunde. Sensaciones múltiples y, extrañamente, a la vez tan únicas. Suavemente aspira el aire marino con los ojos cerrados. Se promete recordar este momento para siempre y da el último paso para subir la duna. Apoya el talón descalzo y la arena caliente se ajusta a su pisada. Un pequeñísimo alud baja desde su pie. La voz de su amiga llega desde un costado. Las correas de la mochila le ajustan los hombros. Siente hambre y el regusto de un pan ácido en la boca. La sombra de la caña de pescar cae sobre una mata de pasto amarillento. Hay barcos en la línea del horizonte y algunas gaviotas gritan en la playa. Sonríe. El momento no ha terminado y ya lo recuerda. El momento es un mosaico de recuerdos, un rompecabezas.
Encaja la pieza ahí, en el lugar apropiado. Observa la imagen, los recuerdos que forman su vida. El calor del sol la envuelve mientras mira el mar.
Enero 1990 - Mayo 2003
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