Le habían dicho en el pueblo que la última subida era
especial. Pensó que sería empinada y arrancó temprano, al hombro la mochila
ultratécnica y el aburrimiento de un año. La sostenía la promesa del bosque
vibrando verde sobre el hielo. Azul intenso, pleno verano. No le sorprendió ver
aquí hojas diminutas, allí algunos brotes. Una bandada cruzaba el cielo, ¿al
norte?
La luz del sol ya no perfumaba el ramalaje. Hacía frío. En el
morral encontró un sacón de lana. Lo sintió áspero, pero la abrigó. Caminaba sobre
un colchón de hojas amarillas que el viento ardía y restañaba en verde, en
brotes como crisálidas abrazadas a las ramas. El sol trazaba curvas
impredecibles. Aquí, la nieve le llegaba a la cintura, allí permanecía
suspendida, el aire blanco cimentando un contorno felino. Por un momento se
imaginó atravesando hielo glaciar. Luego, rocas. Avanzaba en saltos lentos
sobre el lecho arenoso del océano, a la sombra difusa de monstruos ya olvidados. Mucho calor. Sed.
Cegada por la luz, abandona el quillango que la asfixia.
Cruza el límite. Se sostiene desnuda al frío sólido de los ventanales y me
exige:
—Dejá de escribir.
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