Día uno – Caminata a Madsen
Entrando a la vieja chacra, el pasto
verde todavía sorprende al cierre de este invierno de agua. Cuando me alejo del
caserón de chapas para mear atrás de unas matas de mosqueta (pura rama sin
hojas visibles), encuentro el zanjón que acumula lluvia o nieve. El otro día
que vinimos todavía estaba todo congelado. Ayer y hoy estuvo frío, pero el
calorcito de la semana pasada ya se llevó el hielo que registraba nuestros
piedrazos y hoy solo queda algo de escarcha en los bordes del agua.
Éste es uno de los pocos lugares del
pueblo que permanece verde en el invierno. Pinos, abetos, algún ciprés,
plantados al cubierto de la lomada. La necesidad del pionero de recordar que el
verano, como tantas otras cosas, regresará algún día.
Día dos – desde la ventana
Volvió la nevisca, por lo menos no es
lluvia. Ayer hacía calor, ese calor relativo que significa que no hubo viento y
la temperatura subió de cero. Pero los sauces del cerco del fondo de casa habían
entendido que ya era hora y empezaron a verdear. Una sombrita verde, dudosa,
que hay que mirar dos veces para encontrarla. Y cuando pestañeás, ya hay una
hojita trémula verde brillante, viva.
Pero hoy volvió la nevisca, y estuvo
acumulando todo el día. Las ramas están cubiertas de blanco, y lo único que
queda esperar es que, debajo de la nieve pegada, el verde todavía resista un
poco más.
Día tres – haciendo mandados
Volviendo del supermercado y la
carnicería (las costillitas entran el miércoles), disfruto en solitario el sol
de la mañana temprana. Casicasi ya se palpa el solcito de primavera, ése que
cala y calienta a través del aire blando de la hora, aunque llovizne desde
alguna nubecita y una gire y gire por las veredas, siguiendo sus rayos,
buscando el arcoíris… pero ya casi.
Junto al poste de concreto en la
vereda, un terrón de tierra derrapada se abre al aire. Asoman pares trenzados
de cobre, cables telefónicos, abriéndose como las raíces de un árbol tumbado. Se
me ocurre: las redes como un bosque, cubriendo el planeta.
Día cuatro – Bahía Túnel
Práctica de manejo a Bahía Túnel, un
momento de zozobra en el estacionamiento cuando a mi amiga se le ocurre sugerir
una maniobra de último segundo y yo no coordino más que a dar un frenazo para
no irnos sobre una mata de calafate. Viene viento del sur y ajustamos las
camperas y los gorros, pero cuando amaina está precioso para sentarse al sol en
el pasto amariverde de la bahía. Caminamos un poco y chapoteo entre el mallín acolchonado,
subimos la ladera para evitar algunos hilos de agua de deshielo y elegimos sentarnos
junto a unas matas de calafate al cubierto de unos ñires ya bien verdes, para
parar el viento.
Es tan bella la vista a la estepa, la
inmensidad del lago, algún témpano allá lejos y atrás las montañas. Para el
lado del pueblo, arriba del Pirámide de nuevo hay nieve, pero es como un
espolvoreo de azúcar impalpable que enseguida se vuela.
Mi amiga necesita correr un rato. Yo
camino entre la mata negra, neneos, senecios, los arbolitos jóvenes de ñire ya muestran
sus hojas. Alguna liebre sale corriendo y sobre el lago flotan unos patos, o
quizás sean cauquenes.
Cuando nos sentamos de nuevo a tomar
un té caliente, mi amiga señala los calafates, abrigados como nosotras entre
las ramas del ñire.
—Ya están en flor.