Al frente de la carpa, abajo, hay un
claro. Del otro lado, retoma el bosque una línea-frontera marcada
por árboles aferrando una pared de tierra. El centro: piedras, un
arroyito que se aleja y acerca, algunos árboles más jóvenes.
Planos verdes de un arbusto rastrero, todo en flor. Una bajada
abrupta al área central, alguna vez lecho de un río más grande, o
cauce viejísimo del río que ahora corre más allá de los árboles
del frente, un plano verde turba, verde pasto, verde musgo tan suave
al tacto. Una zarpa de puma eterna trazó en la tierra dos caminos;
la montaña, el tiempo, el hielo y el agua, la vida, hicieron el
resto. Al frente de mi carpa, un paisaje.
Bajo a tomar unos mates al arroyo y me
encuentro siguiendo con los pies un sendero lateral que va a la
izquierda. El sendero principal es el que va al frente, cruza el
arroyito y el río detrás y sube a la montaña. Pero este sendero
lateral me lleva al plano verde, y pronto a un camino ancho de
piedras redondeadas y ahora secas. El silencio de las piedras es
palpable, se escucha el calor que reverbera en la piel. El área
verde es el límite frío del silencio, donde vuelan los pájaros.
Los pies se acomodan en pasos entre las piedras, que me llevan de un símbolo al siguiente: el liquen sobre la piedra, una flor que nunca había visto entre las rocas. Estas rocas sobre las que alguna vez bailó el río. Me siento a imaginar las formas que debe haber tomado el agua al recorrer la piel de la piedra, ahí seda transparente, allá pequeña cascada, o curvas rápidas que chocarían contra esas piedras más elevadas y lanzarían espuma y pequeñas gotas. En verano, las golondrinas de cabeza azul de plata y alas grises pasarían rozando esas vertientes. En invierno, el agua tan sólida y blanca como las piedras, manteniendo el movimiento subterráneo, probándose el silencio como un vestido nuevo.
Un poco más adelante, nuevos caminos se abren o confluyen, sigo uno entre varios y dejo los otros, ellos también son parte de mi elección. A la derecha, una línea de agua emerge y se hunde de nuevo en la piedra. No camino sobre un río seco, camino sobre el rio vivo que fluye abajo, donde no puedo verlo. Transcurriendo en la tierra, hacia el mar.
Un gigantesco bloque errático, enclavado en el bosque de una ladera, allá lejos adelante, me marca un norte imaginario. Antes de la ladera, un cambio en el silencio marca la presencia de un río corriendo vivo sobre la roca. El camino se abre en un plano de piedras redondeadas y blancas, reflejando el brillo de la resolana, recortado por el bosque y paredes de tierra donde moran las raíces de sus árboles. En equilibrio sobre dos rocas secas, múltiples ríos me abarcan, uno de agua que se zambulle entre las piedras, el de savia y madera que navega la tierra, verde hoja reflejando la luz del sol, deslizándose sobre los árboles. El rio de viento en el cielo, navegando nubes-barcos de papel. Y aquél más allá, el de la oscuridad profunda. En equilibrio sobre estas piedras, cierro los ojos y los navego.
Cerca del cauce de agua, las rocas son más grandes. Llego al borde y bajo al río a lavarme las manos y refrescarme la cara. Hay árboles secos caídos, su madera pulida por el agua y blanca como las piedras. Del otro lado, vida verde sostiene la tierra. Subo la corriente por un rato, desviándome entre las piedras. Y el agua clama nuevamente y encuentro el nacimiento de otro río, el que sale a la derecha y en un par de kilómetros cruzará rugiendo el sendero principal bajo un puente. Aquí corre tranquilo, bajando escalones pausadamente, un terraplén amplio. Acabo de darme cuenta, éste es un río que corre a contramano, encajonado entre colinas hasta que se une al siguiente río y de ahí, sí, compartiendo otro nombre baja propiamente, como se espera de un río, hacia el este, hasta el mar. En estos pocos kilómetros “pasa a buscar” las afluentes de varios glaciares del barrio. Me río de mi comprensión inconsecuente y sigo camino hasta una playita de arena. Descalza, meto los pies en el agua plana y relativamente cálida de un pequeño pozón.
Me recuesto sobre un peñón redondeado, suave de años de roce del agua. Enfrente, en la ladera del bloque y del bosque, sobre la línea de árboles, vuela un cóndor. Cicla el escaso viento en círculos. Veo el alternado blanco-negro de sus alas cuando maniobra la térmica que sube la abrupta ladera. Cerca, está su compañero volando. Se hamacan sobre el valle y giran en el viento por un rato, hasta que se posan, juntos, en la pared vertical de la montaña.
La arena seca en los pies es tan suave como la luz del sol.
Camino un poco más compartiendo el sonido del río, yendo en puntas de pie sobre las piedras, rozando bloques gigantes redondeados por el enorme trabajo del tiempo. Encuentro una subida a un sendero en el bosque y me alejo del río. El mundo blanco cambia al mundo verde y le agrego otro matiz a una historia que leí hace años, lo tan humano y lo tan profundamente inhumano entretejiéndose, de nuevo.
Flores nuevas y el sonido más frío y húmedo del bosque me envuelven. Musgo y turba, corteza y raíces. Respiro el perfume del sol en el bosque y camino con pasos acolchados y huecos. Las formas que el viento modela en los árboles se mueven dentro de mí, un despliegue de cadencia singular. Encuentro un ritmo en la explosión de rojo de un arbusto de notro, delineada firme tras un grupo de árboles. Bloques de piedra angulosa, fragmentos nuevos a los que el aire todavía no ha oscurecido, un borde filoso que no ha conocido mas roce que este de mi mano. El tiempo, moviéndose en la materia.
Saliendo del bosque al claro, cruzo el
pequeño cauce cristalino y lo acompaño algunos pasos, recorriendo el mismo
sendero en el que empecé, antes de volver al campamento.