Caminando con las manos en los bolsillos, zigzagueando, circando el lago, las rosas, el cielo. Un poco de viento y los barriletes. El hombre lee un libro y tarda en mirarme. El barrilete cambia de manos, luego de aferrarse un momento al hilo que lo sostiene. Tiene un Fénix dibujado en el cuerpo, el barrilete.
Sube, baja, tiro, aflojo, giro, corro, salto y me muevo para que baile en el cielo. El viento conspira. Me siento barrilete por un rato, recortada contra un cielo azul, un árbol verde, un sol amarillo. Una chica saca fotos y los chicos juegan a la pelota con el padre.
Sofía se enoja y se va cerca de un árbol. La miro mientras el viento me da un respiro. ¿Siete, seis años? Qué carácter podrido, Sofía. Después se amiga y se pone a correr atrás de la pelota. Le voy a regalar el barrilete. La miro y le digo, ¿Querés el barrilete? te lo regalo. Buenísimo, pienso, le estoy haciendo una ofrenda al conocimiento, le doy un Fénix. Me quedo como una pelotuda feliz pensando en eso, pero Sofía me dice: No. ¿No querés el barrilete? Niños, no la dejan realizarse a una. No. Bueno, que se le va a hacer. Igual te lo dejo, le digo. El padre interviene. Te lo está regalando, Sofía. Sofía quiere el barrilete, sospecho, pero no puede aceptar-cosas-de-extraños. Bueno, le digo, te lo dejo acá en el piso, y me agacho a acomodarlo.
Le sonrío, a ella y al padre, y me voy sin mirar.
Me imagino a Sofía remontando el barrilete. No le dije que el hilo no estaba atado, como me previno el hombre, lo olvidé. Por ahí el Fénix se escape de las manos de Sofía y se vaya a recorrer el mundo.
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