Los pies enfundados en las zapatillas, asomó las piernas fuera de la carpa. Ató con cuidado los cordones, el cuerpo rígido luego de una noche en carpa, segundo día de caminata por delante. Recordó el salto sobre el muelle, suelas chocando contra la plataforma sólida. Antes, el bote, las piernas en equilibrio, el soporte alternado de los pies. Estiró con cuidado las piernas, apoyándolas sobre el pasto escaso y el colchón de las hojas caídas. El ruido era agradable, crujiente humedad de la tierra debajo, bajo las piernas una frescura honda. Se estiró hacia adelante, aflojando la espalda que no aflojaba, pero igual.
Buscó la
campera en la carpa y se levantó, difusa la luz dentro del bosque, imposible
saber si estaba despejado o no. Pero había sol sobre el río.
Un río
caudaloso, acompañando la caminata desde ayer a la tarde, un millón de años
atrás. Agua fresca y fría, corriendo sobre las piedras, superficie de jirones
relucientes. Se arrodilló en la orilla, las manos demasiado finas en el agua y
en la cara. Fresco, frío. El sol en la espalda, luz atravesando la campera, luz
cálida en su cuello.
Pequeños
pájaros atravesaron la nada y saltaron de arbusto en árbol en arbusto, circando
el agua, bebiendo al vuelo. Algo se le rió dentro del pecho, y le voló la risa
a la boca. Entró al bosque y regresó con el termo, y unas nueces, y alguna
fruta de la mochila y se quedó comiendo al sol, observando los sobrevuelos, las
fintas.
—Te habías olvidado de lo bello que es todo.