La semana pasada estuve rastreando una película que había visto de chica, no tenía el nombre, solamente algunos recuerdos que me habían quedado de ciertas escenas. En la película, un chico descubría una cabina telefónica en su balcón y cuando entraba en ella, pasaba a otro mundo. El mundo real del chico estaba filmado con actores reales y el mundo fantástico al que el chico entraba aparecía animado, un dibujito. Dos imágenes de la película siempre se me quedaron pegadas.
Una era el avance de los personajes (el chico y su perro) por este mundo fantástico en una secuencia lenta, perseguidos por un monstruo pegajoso, tentacular y aletargado que quería comérselos, o algo así. La secuencia tenía algo de esas imágenes y sensaciones oníricas, cuando soñás que estas durmiendo y no podés despertarte y abrir los ojos y todo cuesta demasiado. Indolencia concentrada hasta ser inaguantable, como en una bochornosa tarde de verano.
La otra idea era la de la oportunidad de la aventura, y la sensación de la aventura que se termina. Luego de la aventura, la cabina se va a buscar a otros chicos. Milo, el protagonista, no la va a ver nunca más.
Mirando la serie inglesa Doctor Who estas últimas semanas, me empecé a preguntar si no estarían relacionadas, si no habría sido uno de los capítulos especiales de Doctor Who.
Descubrí que no, no eran lo mismo: La peli se llama "The phantom tollbooth" (1970) y está basada en una novela homónima de Norton Juster de 1961. Pero casi... Doctor Who larga en 1963, así que son contemporáneas.
Y la segunda imagen es central en ambas, la perspectiva de que sos parte, por un rato, de algo más. Algo más grande. La misma sensación de cuando lees El Señor de los Anillos (J.R.R. Tolkien) y te encontrás conque hay algo de tu mundo que se pierde, y que ya nunca más vas a poder accederlo de nuevo. O en Viaje maravilloso al Planeta de los Hongos (Eleanor Cameron), o en tantas otras historias.
Bueno, es eso. Esa sensación. Una mezcla de nostalgia y de alegría en el recuerdo y de tristeza porque ya no y de cambio.
Las cabinas telefónicas siempre me cayeron simpáticas. Clark Kent se metía en una y salía convertido en Superman. El Agente 86 las usaba de ascensor. Cuantas veces pude, aproveché para sacar fotos de las que se me cruzaban y me resultaban especiales. Cuando crecí, descubrí que no era la única a la que le llamaban la atención las formas y colores de estos aparatejos. La primera vez que me vine de campamento al pueblo donde ahora vivo, gasté toneladas de moneditas para llamar a mi primer novio desde la única cabina con un teléfono público en por lo menos 200 km a la redonda. La desarmaron el año pasado y ya no está.
Pero lo más divertido del asunto, lo que finalmente me llevó a buscar los datos de la pelicula esa y escribir este post después de tanto silencio radial, es que ahora, dos años después de haber pedido una línea telefónica para mi casa, me dieron esa misma línea, la del teléfono público de la vieja cabina.